jueves, 21 de febrero de 2013

El cuaderno de maya


Soy Maya Vidal, diecinueve años, sexo femenino, soltera, sin un
enamorado, por falta de oportunidades y no por quisquillosa, nacida en
Berkeley, California, pasaporte estadounidense, temporalmente refugiada
en una isla al sur del mundo. Me pusieron Maya porque a mi Nini le atrae
la India y a mis padres no se les ocurrió otro nombre, aunque tuvieron
nueve meses para pensarlo. En hindi, maya significa “hechizo, ilusión,
sueño”, nada que ver con mi carácter. Atila me calzaría mejor, porque
donde pongo el pie no sale más pasto.
Mi historia comienza en Chile con mi abuela, mi Nini, mucho antes de
que yo naciera, porque si ella no hubiera emigrado, no se habría
enamorado de mi Popo ni se habría instalado en California, mi padre no
habría conocido a mi madre y yo no sería yo, sino una joven chilena muy
diferente.»
Hay una adolescente llamada Maya Vidal de 19 años, soltera nacida en Berkeley, California.
Su abuela la recogió un día en el aeropuerto y le dijo que no se comunicara con nadie conocido hasta que se aseguren de que sus enemigos ya no la buscaran. Su abuela le decía nini  ya que se llamaba Nidia Vidal.
También estaba su abuelo que le decía popo  un profesor de la Universidad de
California en Berkeley, que había ido a Toronto a dar una serie de conferencias sobre
un escurridizo planeta, cuya existencia él intentaba probar mediante cálculos
poéticos y saltos de imaginación. Mi Popo era uno de los pocos astrónomos
afroamericanos en una profesión de abrumadora mayoría blanca, una eminencia en
su campo y autor de varios libros. De joven había pasado un año en el lago Turkana,
en Kenia, estudiando los antiguos megalitos de la región y desarrolló la teoría,
basada en descubrimientos arqueológicos, de que esas columnas de basalto fueron
observatorios astronómicos y se usaron trescientos años antes de la era cristiana para
determinar el calendario lunar Borana, todavía en uso entre los pastores de Etiopía y
Kenia. En África aprendió a observar el cielo sin prejuicios y así comenzaron sus
sospechas sobre la existencia del planeta invisible, que después buscó inútilmente en
el cielo con los telescopios más potentes.

Mi Nini nunca pudo explicarme cómo llegó a esa conclusión desde el volante del
automóvil y en pleno tráfico, pero el hecho es que acertó de lleno. El astrónomo vivía
tan perdido como el planeta que buscaba en el cielo; podía calcular en menos de un
pestañeo cuánto demora en llegar a la luna una nave espacial viajando a 28.286
kilómetros por hora, pero se quedaba perplejo ante una cafetera eléctrica. Ella no
había sentido el difuso aleteo del amor desde hacía años y ese hombre, muy diferente
a los demás que había conocido en sus treinta y tres años, la intrigaba y atraía


El cuaderno de maya